Andrej Hlinka, entre la prisión y la polémica: un símbolo incómodo en la historia checoslovaca
Praga – “Hlinka es un ingenuo que cometió un error con los húngaros, pero debe ser perdonado”. Así escribió en su última carta, publicada la semana pasada, el primer presidente checoslovaco, Tomáš Garrigue Masaryk. Más de un siglo después, la figura de Andrej Hlinka –sacerdote católico, líder nacionalista eslovaco, defensor de la autonomía de Eslovaquia y, al mismo tiempo, simpatizante del fascismo alemán– sigue generando divisiones.
Durante todo el siglo XX y hasta la disolución definitiva de Checoslovaquia en 1992-1993, su nombre se convirtió en un obstáculo recurrente para el entendimiento entre checos y eslovacos. Admirado por algunos como luchador por la igualdad nacional y condenado por otros como agitador y extremista, Hlinka encarna todavía hoy las tensiones de la historia compartida.
Primeras prisiones y el desafío al poder austrohúngaro
Ordenado sacerdote en 1889 y activo en Ružomberok, Hlinka chocó desde temprano con las autoridades húngaras. En 1907 fue encarcelado tras discursos en contra de la magiarización de las escuelas, una política que buscaba reforzar el uso del húngaro y debilitar la identidad eslovaca. Pasó tres años en prisión, entre 1907 y 1910.
El viaje a París y la acusación de traición
El episodio más decisivo de su vida política llegó tras la Primera Guerra Mundial. El 20 de septiembre de 1919 viajó clandestinamente a París para reclamar, ante la Conferencia de Paz, un plebiscito que permitiera a los eslovacos decidir su destino. Pero el nuevo Estado checoslovaco ya había sido reconocido internacionalmente, y la delegación de Hlinka fue expulsada a petición de Praga.
El gesto fue interpretado como una traición. Despojado de su escaño parlamentario, fue arrestado en octubre de 1919 y encarcelado en la prisión de Mírov bajo cargos de deslealtad y sedición. Permaneció preso hasta febrero de 1920, cuando fue liberado por motivos de salud.
Choques con Masaryk
Las tensiones con el presidente Masaryk no cesaron. En 1924, un artículo en el periódico Slovák criticaba al jefe de Estado por su “afecto hacia los judíos”. El texto, atribuido a Hlinka, le costó ocho días de prisión por insultar al presidente de la república. Sus seguidores lo interpretaron como un ejemplo de represión política; sus críticos, como prueba de su deriva intolerante.
Entre la admiración y el rechazo
A lo largo de su carrera, Hlinka defendió la autonomía eslovaca bajo el principio latino pacta sunt servanda (“los acuerdos deben cumplirse”). Sin embargo, su nacionalismo católico y su posterior cercanía al autoritarismo europeo lo convirtieron en una figura ambivalente. Fue visto por algunos como un mártir de la causa eslovaca, y por otros como un precursor del separatismo y la colaboración con regímenes totalitarios.
Un legado que sigue dividiendo
Incluso décadas después de su muerte en 1938, el recuerdo de Hlinka alimenta debates. Durante la era comunista, fue retratado como traidor y reaccionario; tras 1989, su figura fue parcialmente rehabilitada, aunque sigue siendo motivo de controversia.
La última carta de Masaryk, en la que pide indulgencia hacia él, muestra hasta qué punto la historia de Checoslovaquia estuvo atravesada por contradicciones personales y nacionales. Hoy, más de 80 años después, Andrej Hlinka sigue siendo un espejo incómodo de las tensiones irresueltas entre checos y eslovacos.
